Por: Jaime Cuellar*
Bolivia este 8 de noviembre 2025 tendrá un nuevo gobierno y con ello una paradoja que erosiona los cimientos de su institucionalidad, mientras el precio del oro se dispara en los mercados internacionales y las cooperativas mineras proclaman el “renacer productivo” respaldando ahora, al nuevo Gobierno del país.
A diferencia de los movimientos sociales tradicionales, el cooperativismo minero aprendió a adaptarse con una velocidad quirúrgica. Ante la llegada del nuevo gobierno, los líderes auríferos no hablan de resistencia ni de lealtad partidaria, sino de “continuidad estratégica”. A decir de lo ya dicho “su fortaleza no descansa en la ideología ni en la afinidad partidaria, sino en una estructura multisectorial que articula tres pilares: recursos económicos, capacidad de movilización social y dominio territorial sobre corredores auríferos estratégicos”. Esa triple columna sostiene su poder, y permite que incluso con un cambio de administración (sea liberal, conservadora o progresista) el cooperativismo logre reposicionarse. Sus federaciones saben negociar; su red financiera se alimenta tanto de los márgenes legales como del flujo informal; su poder simbólico se disfraza de “pueblo trabajador”, aunque en la práctica sea un conglomerado de élites extractivas.
El nuevo gobierno hereda un tablero donde las reglas del juego no las dicta el Estado, sino quienes dominan el subsuelo.
Minería ilegal: el rostro del caos
El oro, y los minerales, lejos de ser promesa de prosperidad, se han convertido en una maldición que brilla sobre un país que se desangra en silencio. El auge aurífero no trajo desarrollo, sino desorden y degradación. Hoy, más del 60% de las cooperativas mineras en Bolivia opera con trámites incompletos o, simplemente, inexistentes. Aun así, año tras año exportan oro y minerales, por miles de millones de dólares, alimentando un circuito de riqueza opaca que nunca llega al pueblo. La ecuación es tan brutal como simple, oro y minerales, para unos pocos, contaminación para todos. Mientras tanto, el Estado observa desde lejos, reducido a espectador de su propia claudicación.
En la práctica, la minería ilegal se ha convertido en una Republiqueta dentro del Estado, cobra, controla, sanciona y protege. Su poder se alimenta del miedo, del dinero y de la indiferencia institucional.
En el norte paceño así como en otras zonas donde el oro y los minerales se convirtieron en moneda de cambio, ese poder ya se expresa con violencia. Los enfrentamientos entre cooperativistas y comunidades locales dejaron heridos, desplazados y un miedo que se extiende por los ríos y las montañas. En zonas auríferas más codiciadas, campesinos y comunidades indigenas, denuncian la llegada de grupos armados que “imponen orden” con fusiles al hombro, actuando como guardias privadas de los consorcios ilegales.
La violencia se volvió el nuevo lenguaje del oro, un idioma de fuego y silencio, donde el precio de hablar es la vida y el de callar, la dignidad.
Autodefensas: la tentación del abismo
Cuando la ley no llega y el Estado se ausenta, los pueblos reinventan la justicia con sus propias manos.En las comunidades donde la fiebre del oro ha arrasado el equilibrio ancestral, el rumor de la resistencia comienza a tomar forma. Muchas voces, cansadas de esperar una respuesta que nunca llega ya hablan en voz baja de “defender el territorio por cuenta propia”. Quizás no se serán milicias, pero sí manifestaciones de “autodefensa comunitaria”, surgidas en el vacío que deja un Estado que parece haber renunciado, en los hechos, a su deber más elemental, proteger a su gente y a su territorio. Serán hombres y mujeres que patrullan los accesos a sus comunidades, registran el movimiento de dragas, vigilan la entrada de maquinaria e insumos, y bloquean los caminos por donde avanzan los mineros ilegales. Que actuaran sin respaldo institucional, pero con una convicción que nace de la urgencia, defender lo que el Estado ha decidido olvidar. Estas se convertiráninvisibles en el discurso oficial pero generaran conflictos con los operadores ilegales, encarnaran así, la consecuencia lógica del desinterés estatal y del abandono gubernamental. Representaran la última frontera entre la sobrevivencia territorial y el despojo total.
Sin embargo, la historia enseña que allí donde la justicia institucional se ausenta y la violencia económica se impone, las autodefensas pueden transformarse en fuerzas paralelas de poder. Si la indiferencia continúa, si el Estado persiste en mirar hacia otro lado mientras el oro y los minerales corrompen el orden territorial, Bolivia podría encaminarse hacia una peligrosa deriva, la sustitución de la autoridad legítima por el control comunitario armado.
La alerta está encendida. Lo que hoy emerge como justificación de defensa del territorio, mañana podría devenir en confrontación abierta. Y si el Estado no recupera su presencia, su autoridad y su credibilidad, el vacío que deja será ocupado por la ley del miedo, del dinero y del fusil.
La historia latinoamericana advierte lo que viene cuando el Estado abdica de su autoridad. En México, Colombia o Perú, la espiral de la autodefensa comenzó igual, comunidades desprotegidas que, frente al avance del crimen y la indiferencia gubernamental, levantaron su propia ley. Lo que empezó como resistencia y medida de “solución” (ajena a la ley) terminó, muchas veces, cooptado por los mismos intereses que pretendían expulsar. Bolivia se aproxima peligrosamente a esa encrucijada. La expansión de la minería ilegal, la infiltración de capitales oscuros, el desamparo institucional y la falta de políticas de seguridad integral han creado el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de nuevos actores armados. Y si esa línea se cruza, el conflicto minero podría mutar en algo más profundo y letal, “una guerra por el control territorial”, donde el oro y los minerales ya no solo compre voluntades, sino también fusiles.
Entonces, lo que hoy parece una defensa del territorio podría mañana convertirse en una guerra silenciosa, librada en los márgenes del Estado, mientras el poder político continúa mirando hacia otro lado, satisfecho con las cifras de exportación y ciego ante el precio humano de su omisión.
Minerales, crimen y narcotráfico: la economía de la impunidad
La conexión entre minería ilegal, narcotráfico y lavado de capitales ya no pertenece al terreno de la sospecha, es un patrón estructural y documentado, una red que se expande en las sombras del oro y bajo la indiferencia de las instituciones.
El oro (junto con otros minerales estratégicos) se ha convertido en el nuevo vehículo del crimen organizado, un mecanismo de blanqueo más sofisticado que la propia cocaína. Mientras el narcotráfico tradicional enfrenta mayores controles y vigilancia internacional, el oro y los minerales, ofrecen una ruta limpia, rentable y discreta. Su trazabilidad es casi inexistente, su fiscalización mínima y su valor tan alto que permite mover millones en una simple exportación, sin levantar sospechas, sin armas, sin ruido.
En Bolivia, este entramado reproduce, con nuevos rostros y métodos, la lógica de los años ochenta, cuando el “Rey de la Cocaína”, Roberto Suárez Gómez, infiltró la economía nacional mediante la coca y la corrupción. Hoy, esa misma estructura de poder mutó de rostro y de mercancía. Personajes como Sebastián Marset y redes transnacionales como el Primer Comando de la Capital (PCC), entre otros, encarnan la nueva generación del crimeneconómico organizado, capitales ilícitos que penetran los circuitos formales a través de la minería, el contrabando, la especulación financiera y la compra de voluntades.
La minería ilegal ya no es solo un delito ambiental o económico, es como en algún momento lo mencione “el laboratorio donde el narcotráfico perfecciona su impunidad y la legitimación de capitales”, un ecosistema donde convergen el oro, minerales, la droga, la corrupción y la política. A través de este circuito dorado, se lavan fortunas, se financian estructuras paralelas de poder y se consolida una economía subterránea que funciona a la vista de todos. La llamada simbiosis criminal,bajo un modelo propio, “a la boliviana” entre oro, minerales, droga y corrupción está reconfigurando la economía política del país. El resultado es un país que se desliza hacia una forma silenciosa de captura del Estado, donde los límites entre lo legal y lo ilícito se disuelven en la práctica cotidiana. La corrupción ya no se expresa solo en sobornos o contratos amañados, sino en una arquitectura de poder que normaliza el crimen como parte del orden económico. En ese espejo oscuro, la minería ilegal es más que un delito, es el síntoma de un modelo que ha permitido que el crimen organizado se vista de empresario, que la impunidad se llame inversión, y que el oro y los minerales, se hayan convertido en la moneda con la que se compra el silencio del Estado.
*Es abogado especialista en minería ilegal y seguridad de Estado












