Por: Máximo Ferrer*
Durante las últimas dos décadas, Bolivia ha sido testigo de un fenómeno económico y social que, dependiendo de a quién se le pregunte, es visto como una bendición o como una bomba de tiempo. El cooperativismo minero, originalmente concebido como una alternativa de empleo y desarrollo comunitario, ha crecido de manera descontrolada hasta convertirse en un poder paralelo que desafía al Estado, manipula la política y arrasa con los recursos naturales sin miramientos. ¿Suena alarmante? Lo es.
El sector de las cooperativas mineras ha experimentado un crecimiento meteórico desde 2005. Con más de 2.400 cooperativas registradas y cerca de 200.000 trabajadores en sus filas (según las diversas “fuentes oficiales”), se nos ha vendido la narrativa de que este modelo representa el espíritu solidario y autogestionado del pueblo trabajador. Sin embargo, detrás del discurso de la economía popular se esconde un sistema que opera con lógicas empresariales, evade impuestos y precariza a sus propios trabajadores, todo mientras extrae recursos estratégicos del país.
Aunque las cooperativas generan aproximadamente el 90% del empleo minero en Bolivia, su contribución a la producción total es de apenas el 20%. No es necesario ser un genio en economía para notar la brecha entre empleo y productividad, lo que deja en evidencia una estructura ineficiente y, en muchos casos, parasitaria. Y si hablamos de impuestos, el panorama es aún más escandaloso: el Estado apenas recibe migajas, mientras que estas organizaciones gozan de exenciones tributarias que cualquier otro sector productivo envidiaría.
A esta distorsión económica se suma otro problema grave: la falta de innovación y modernización en la minería cooperativa. Mientras otros países invierten en tecnología para hacer la extracción más eficiente y menos dañina para el medioambiente, en Bolivia el modelo sigue dependiendo de métodos rudimentarios o altamente destructivos. Sin incentivos para mejorar, las cooperativas siguen explotando los mismos yacimientos con técnicas obsoletas, desperdiciando recursos, o en su defecto con la ayuda de empresas (chinas, rusas, indias u otras) cuya “tecnología” solo depreda, maximizando así el impacto ecológico.
El cooperativismo como fuerza de poder
Si la fuerza económica de las cooperativas ya es preocupante, su poder político es aún más inquietante. Han dejado de ser meros actores económicos para convertirse en un bloque de presión que dicta políticas y desafía gobiernos. En varias ocasiones, han demostrado que pueden paralizar el país con bloqueos, movilizaciones y protestas masivas cuando sus intereses están en juego. No se trata de una coincidencia, sino de una estrategia bien ejecutada: colocar representantes en la Asamblea Legislativa, en gobiernos municipales y departamentales, asegurando que la legislación siempre juegue a su favor. El resultado ha sido una relación de conveniencia con el poder central. Cuando sus intereses están alineados con el gobierno de turno, funcionan como su brazo movilizador; cuando no lo están, se convierten en su peor pesadilla. En este juego, el gran perdedor es el ciudadano común, quien observa impotente cómo la política del país es moldeada por grupos que han perfeccionado el arte de la extorsión social. ¿Y el resultado? El Estado cediendo, como siempre, y el sector cooperativista asegurando sus privilegios una vez más.
El precio ambiental: un saqueo que no se detiene
Si alguien creía que el cooperativismo minero iba a ser la excepción en la depredación ambiental, se equivocó rotundamente. La expansión descontrolada de la minería cooperativa ha dejado un saldo ecológico devastador: deforestación masiva, ríos contaminados con mercurio, cianuro, plomo por decir menos, y un ecosistema en riesgo permanente.
A esto se suma un problema aún más alarmante: la minería cooperativa está destruyendo fuentes de agua estratégicas para el país. Estudios han revelado que las operaciones en regiones como el norte de La Paz y el Amazonas están secando ríos y afectando la biodiversidad de manera irreparable. Mientras el mundo avanza hacia políticas de sostenibilidad y conservación, en Bolivia seguimos atrapados en un modelo extractivista que solo deja ruinas a su paso.
El papel económico de las cooperativas: entre la controversia y las sombras
Las cooperativas, antaño emblema del desarrollo comunitario, se han convertido en una máscara perfecta en muchos de los casos para la expansión del crimen transnacional y el saqueo de recursos naturales. Lo que debería ser un motor de crecimiento se ha transformado en una red de impunidad, donde el capital extranjero y las mafias locales operan sin frenos ni consecuencias. Bolivia está perdiendo el control sobre su riqueza y su soberanía, mientras el Estado mira hacia otro lado, cómplice o inerte ante el desfalco.
En el norte de La Paz, por ejemplo, hoy las cooperativas mineras han dejado de ser organizaciones comunitarias para convertirse en frágiles fachadas tras las cuales operan empresas extranjeras, principalmente chinas, ahora rusas e indias, en una fiebre del oro desenfrenada. Estas firmas han encontrado en el sistema cooperativo la vía ideal para evadir regulaciones, explotar recursos sin restricciones y apropiarse de la riqueza nacional sin pagar tributos justos, en todos los casos a través de la firma de “contratos de prestación de servicios” de los cuales el Estado y las entidades reguladoras prefieren ignorar.
Este fenómeno no es aislado. En toda América Latina, las cooperativas han sido infiltradas por intereses oscuros, convirtiéndose en brazos de operaciones ilegales que socavan la economía formal, estas estructuras son utilizadas para eludir la fiscalización estatal y crear zonas de impunidad.
Bolivia está al borde de una crisis financiera invisible: el lavado de dinero disfrazado de comercio de oro y otros minerales. Sin controles efectivos, este sector se ha convertido en el mecanismo perfecto para blanquear capitales provenientes del narcotráfico y otras economías criminales. La falta de trazabilidad en la comercialización del metal precioso permite que ingrese al mercado legal sin verificaciones, inyectando miles de millones de dólares de origen ilícito a la economía nacional.
Las advertencias han sido claras, entes especializados han señalado que el descontrol en el sector minero está facilitando la expansión de economías criminales. Sin una intervención inmediata, Bolivia podría convertirse en un epicentro del blanqueo de capitales, con consecuencias devastadoras para la estabilidad económica y la seguridad nacional.
Mientras esta crisis crece, el Estado boliviano permanece impasible, dejando que las cooperativas sigan operando sin control. La pregunta es inevitable: ¿incompetencia o complicidad? La ausencia de regulación efectiva y la permisividad de las autoridades han permitido que este esquema de saqueo y lavado de dinero prospere sin obstáculos.
Es evidente que ciertos sectores políticos han convertido a las cooperativas en su fortaleza de poder, utilizándolas como instrumento de influencia y enriquecimiento. Con una supervisión casi inexistente y una estructura que se presta a la corrupción, las cooperativas están operando como feudos económicos y territoriales, donde el interés de la nación queda relegado a un segundo plano. Si no se actúa con urgencia, el sector cooperativo se consolidará como un refugio para el crimen organizado y el saqueo institucionalizado. Es necesario un cambio drástico: regulaciones estrictas, auditorías independientes y una voluntad política real para desmontar esta red de impunidad. No hacer nada equivale a aceptar que Bolivia siga siendo explotada desde las sombras.
¿Hacia un partido político propio?
El avance de las cooperativas ya no se limita al ámbito económico. Con el poder financiero y territorial que han acumulado, el siguiente paso lógico parece ser la creación de su propio partido político. Hasta ahora, han sabido jugar con astucia, aliándose con distintos gobiernos para proteger sus intereses, pero ¿por qué conformarse con ser un aliado cuando pueden tomar el control absoluto?
El poder económico sin contrapesos inevitablemente se traduce en poder político. Las cooperativas, con una base de apoyo masiva y una estructura organizativa consolidada, podra en poco tiempo convertirse en una de las fuerzas políticas más influyentes del país. El riesgo es evidente: una agrupación nacida de intereses corporativos, con un historial de evasión de regulaciones y apropiación indebida de recursos naturales, no gobernaría en función del bien común, sino en beneficio de una nueva forma de “élite minera”.
Su entrada en la arena electoral significaría la captura total del Estado, eliminando cualquier intento de regulación y transformando las instituciones públicas en meros ejecutores de su agenda privada. Las cooperativas han demostrado que saben manejarse en los pasillos del poder, negociando privilegios con los gobiernos de turno. Si logran consolidarse como un actor político formal, podrían perpetuar un modelo de corrupción institucionalizada, donde las leyes y políticas sean diseñadas exclusivamente a su favor.
Bolivia enfrenta la amenaza de un nuevo tipo de monopolio: no uno basado en grandes corporaciones extranjeras, sino en estructuras nacionales que han aprendido a operar con absoluta impunidad. Si se consolidan políticamente, los mecanismos de control y fiscalización podrían quedar completamente anulados, dejando al país en manos de un poder que no rinde cuentas a nadie.
El futuro: ¿reforma o colapso?
La expansión descontrolada del cooperativismo minero ha alcanzado un punto crítico, y si no se toman medidas inmediatas, el país podría encaminarse hacia un colapso irreversible. Las señales de alerta ya están encendidas: un sistema tributario injusto que favorece la evasión, una devastación ambiental sin precedentes y una estructura de poder que amenaza con absorber al propio Estado.
El dilema es claro: reforma o colapso. La única salida viable es una transformación radical del modelo cooperativista, estableciendo regulaciones estrictas, eliminando los privilegios desmedidos y garantizando una tributación justa. Es imperativo fortalecer los mecanismos de control, dotar de mayores recursos a las instituciones fiscalizadoras y cerrar los vacíos legales que han permitido que este sector opere al margen de la ley.
Sin una reforma profunda, Bolivia se encamina a un escenario sombrío: crisis fiscal, mayor desigualdad, destrucción ambiental y el fortalecimiento de redes de corrupción y crimen organizado. La impunidad con la que han operado las cooperativas hasta ahora es insostenible, y la responsabilidad recae sobre el gobierno y la sociedad en su conjunto. La pregunta no es si habrá consecuencias, sino cuándo alcanzarán un punto de no retorno.
La historia ha demostrado que cuando los intereses privados capturan el aparato estatal, las naciones colapsan bajo el peso de la corrupción y la codicia. Bolivia aún tiene la oportunidad de revertir este camino, pero el tiempo se agota. La decisión es clara: actuar con firmeza o permitir que el país se hunda en las garras de un poder sin control.
*Analista en temas extractivos, usa seudónimo
/ANA/