Por: Eduardo Gudynas*
Se aproxima la inauguración de una nueva cumbre de negociaciones internacionales para enfrentar el cambio climático. El lunes 10 de noviembre, en la ciudad de Belén, en el estado brasileño de Pará, dará inicio otra conferencia más de los países parte de la Convención Marco sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas. Son las conocidas COP y que en este caso será la trigésima.
El propósito de estas negociaciones, y de la convención en las que están enmarcadas, es reducir las emisiones de los gases que producen lo que conocemos como cambio climático, y de lidiar con sus consecuencias.
Esas intenciones contrastan con la realidad. La concentración del CO2, uno de los principales gases invernadero, superó hace décadas el umbral de seguridad de 350 partes por millón, y en estos días está en 424 ppm, presagiándose que en 2024 se alcanzará un nuevo record.
Se han sucedido treinta COPs, sin que se lograra detener el aumento de esos gases invernadero. Son tres décadas de declaraciones y anuncios de todo tipo, pero los gases no dejan de acumularse en la atmósfera, y sus consecuencias se agravan. Por lo tanto, lo que debe llamar nuestra atención ya no son los discursos enérgicos ni los compromisos audaces en esos encuentros, sino que es el fracaso colectivo. Es duro reconocerlo, pero la evidencia es abrumadora.
Enfrentando el cambio climático
Las advertencias científicas sobre un aumento de la temperatura promedio del planeta por la acumulación de distintos gases, llevó a que se firmara en 1992 un tratado marco para lidiar con ese problema. No se alertaba sobre una rareza ecológica, sino que ese efecto invernadero tendría severas consecuencias, desde la acentuación de eventos extremos como inundaciones y sequías a la acidificación de las aguas oceánicas.
Los culpables son un conjunto de gases, donde el más conocido es el dióxido de carbono (CO2), pero también juegan papales cruciales el metano, el óxido nitroso, el ozono, gases con flúor e incluso el vapor de agua. El fenómeno se debe a las emisiones producidas por actividades humanas, en especial desde mediados del siglo XIX.
El tratado marco en cambio climático debía enfrentar esta situación, y sus momentos estelares son las llamadas COP (una sigla en inglés que refiere al encuentro de los países que son parte de la convención). A lo largo de todos estos años, esos encuentros crecieron en asistencia, y a las delegaciones de los gobiernos se suman organizaciones ciudadanas, empresas, académicos, y muchos otros actores, junto a legiones de periodistas. Años atrás congregaban a menos de cinco mil personas, en las últimas se superan los cincuenta mil. La creciente atención que reciben hace que sea frecuente que asistan, al menos por unos pocos días, jefes de Estado. Pero, por momentos, se convierten en un show mediático.
La primera COP tuvo lugar en Berlín (Alemania), en 1995, y desde ese entonces en cada una de ellas se repiten discursos grandilocuentes. En 1997, en la COP-3 celebrada en Kyoto (Japón), con gran optimismo los gobiernos aprobaron un protocolo, con el nombre de esa ciudad, que se suponía que detendría el efecto invernadero. Este sigue vigente en la actualidad, pero las emisiones de gases invernadero no dejaron de aumentar.
A mediados de la década de 2000 ya estaban instaladas las advertencias para evitar que el aumento de la temperatura global superara los dos grados centígrados. Es así que, en 2009, en la COP-15, en Copenhague, casi todos reclamaban medidas efectivas. La administración de Barack Obama (EE.UU.) aspiraba a cerrar acuerdos, mientras que al mismo tiempo, Evo Morales, entonces presidente de Bolivia, sostenía que el cambio climático era consecuencia del capitalismo y defendía una «Pachamama planetaria». Se anunció un compromiso que, al poco tiempo se difuminó, y Morales, de regreso a Bolivia, reforzó la extracción de hidrocarburos olvidándose de la Pacha Mama de su propio país, subvencionó esas actividades y disparó hostigamientos contra las organizaciones ciudadanas.
Las alertas de los científicos y los movimientos ciudadanos se volvieron a intensificar, mientras seguían aumentando los gases invernadero. En 2011, en la COP-17, en Durban (Sud África), se acordó crear un nuevo instrumento que impusiera obligaciones a todos los países. Pero concretarlo demandó unos cuatro años, y recién en 2015, en la COP-21, reunida en París (Francia). se firmó el hoy famoso Acuerdo de París.
Este nuevo compromiso, aunque en su letra imponía acciones concretas de cada país en varios frentes, muchos las esquivan o las cumplen inadecuadamente. Y las emisiones de CO2 siguieron aumentando.
Los intereses corporativos, en especial los petroleros, penetraron estos espacios de negociación, alcanzando extremos como en la COP-28 en Dubai (Emiratos Árabes Unidos), bajo la presidencia de quien al mismo tiempo era director en la Compañía Nacional Petrolera Abu Dhabi (ADNOC), una de las corporaciones más grandes del mundo en ese rubro. Se defendió al petróleo como una necesidad para no “retroceder a las cavernas”, y de ese modo, se registraron nuevos incrementos en los gases invernadero.
La marcha del cambio climático
Los participantes del encuentro en Belén deben lidiar con ese aumento de los gases invernadero. En 2024 alcanzaron un nuevo máximo, con 40.8 mil millones de toneladas de equivalentes al CO2 (una medida que permite agrupar a todos los gases invernadero). El año anterior, aquel total había sido de 40.3 mil millones de ton CO2-equivalentes. Las emisiones de gases están incrementándose a un ritmo del 1 % por año.
Esto ocurre a pesar de aumentos sustantivos en inversiones e instalación de fuentes alternativas, como la solar o eólica, y de los llamados para que los procesos productivos tengan un saldo neto de cero emisiones de gases invernadero. Por ahora, esas fuentes alternativas no suplantan a las viejas fuentes, sino que se suman a ellas. Esto se debe a que la demanda por energía crece a un ritmo todavía más rápido de la que proveen las fuentes alternativas.
Todo esto resulta en al menos dos fracasos. La promesa de suplantar las fuentes basadas en combustibles fósiles no se está cumpliendo, y tampoco se concretan los compromisos de acotar o reducir el consumo, dejando de lado los usos superfluos para mantener aquellos que son necesarios.
Los responsables, en este momento, están tanto en el Norte como en el Sur. China ha pasado a ser el mayor emisor de gases invernadero del planeta. En el pasado año emitió aproximadamente 12.5 miles de millones de ton de CO2, lo que es casi un tercio de todos los gases emitidos en el planeta. Es más, ese volumen supera a la suma de los aportes de Europa y América del Norte. El segundo lugar corresponde a EE.UU. con el 11%, y el tercer emisor es ahora India (8.22 %), mientras la Unión Europea ahora se ubica en cuarto lugar (6%).
Como puede verse, en estos momentos se entremezclan países del Sur y del Norte entre los más grandes contaminadores. Se destacan como grandes emisores, por ejemplo, Indonesia (2.49%), e incluso a algunos latinoamericanos (Brasil con 2.44% y México con 1.29%) (1).
De ese modo, la problemática del efecto invernadero dejó de ser un asunto que puede simplificarse entre un “norte contaminador” y un “sur limpio”. Los indicadores regionales muestran que en la última década las emisiones desde América Latina aumentaron un 9.3 %, las del Medio Oriente un 15 %, y las de África llegaron al 25 %. En cambio, las emisiones desde Europa se han reducido (un estimado del 1.4 % por año en la última década), y en menor proporción lo venían haciendo las de EE.UU.
Es cierto que muchas de esas naciones tienen aportaciones proporcionalmente pequeñas, como ocurre por ejemplo con buena parte de los estados latinoamericanos (como es el caso de Bolivia, que aporta el 0.41% de ese total). Pero todos ellos suman a ese gran total planetario que no deja de crecer cada año. De todos modos, esa condición es aprovechada por varios gobiernos para seguir emitiendo, esquivando atacar sus causas, o insistiendo en extraer y exportar combustibles fósiles.
Por ejemplo, en los países andinos la principal fuente de estos gases se encuentra en la deforestación, la agropecuaria y los cambios en el uso del suelo, de donde las medidas para revertirlas requieren, pongamos por caso, lidiar con la tenencia de la tierra o las políticas en ganadería y agricultura. El caso boliviano es dramático, ya que las emisiones vinculadas a esos sectores representan más del 77% del total de gases emitidos (2). Para hacer la situación más grave, la mayor parte no se debe a la agropecuaria como en otros países, sino a los cambios en los usos de la tierra y en la deforestación (más de la mitad de las emisiones bolivianas). Pero esta problemática es esquivada una y otra vez.
Las contradicciones se repiten en los demás países. Es así que Brasil, a pesar de los discursos verdes del gobierno Lula, parece decidido a seguir buscando petróleo en sus costas. Estas son expresiones de moralidades distorsionadas que intentan justificarse en que destruir la ecología planetaria poco a poco, en pequeñas dosis, sería aceptable, ya que siempre habrá algún otro que contamina mucho más.
El incendio del trumpismo
Los que lleguen a Belén a discutir la salud del planeta también padecerán los severos cambios que impone la presidencia de Donald Trump. Por un lado, se deben atender las drásticas alteraciones dentro de ese país, y por el otro, sus implicancias y consecuencias internacionales.
En el frente interno, se están desmontando las agencias encargadas de monitorear las emisiones de gases invernadero y estudiar sus consecuencias, como las exigencias y controles ambientales. Sus emisiones podrán aumentar otra vez. En el espacio global, Trump se volvió a retirar del Acuerdo de París, y ataca los acuerdos internacionales ambientales. Considera que son parte de una agenda política de una izquierda cultural que debe ser rechazada.
Sus posiciones de extrema derecha alientan a otros en la misma dirección, como ocurre con el gobierno de Javier Milei en Argentina, que ya desmontó su Ministerio del Ambiente, y amenaza retirarse del Acuerdo de París, o con la regresión de Daniel Noboa en Ecuador, que incumple la consulta ciudadana que le obligaba a detener la explotación petrolera en la Amazonia. Esa radicalidad hacia la derecha tiene otro efecto: hace que otras posturas, incluso las conservadoras de la vieja guardia, resulten más moderadas.
En la reciente Asamblea General de las Naciones Unidas, afirmó: «Todo lo verde es bancarrota». Europa y otros países, según su entendimiento, estarían “al borde de la destrucción por la agenda de la energía verde”, agregando que el cambio climático es “el más grande fraude perpetrado en el mundo”, con predicciones “todas erradas” y realizadas por “personas estúpidas” (3). La agenda climática sería, junto con la inmigración, parte del “monstruo de dos colas” que está “destruyendo una gran parte del mundo libre y del planeta”. Remata diciendo que los combustibles fósiles deben ser llamados “limpios” y “hermosos”.
El planeta sigue en llamas
Bajo este contexto sigue agravándose el cambio climático. El rechazo a las políticas ambientales, tal como expresa el trumpismo, es aprovechado, por ejemplo, por los países petroleros de Medio Oriente y Rusia, para seguir explotando hidrocarburos. Los jefes de Estado de China, India y otras naciones no caen en esos discursos extravagantes, pero aprovechan toda esta situación para seguir quemando carbón. Los gobiernos latinoamericanos, como varios otros en el Sur global, aprovechan estas confusiones para seguir con un juego por el cual, de un lado insisten en recibir más ayudas financieras para lidiar con medidas de mitigación y adaptación al cambio climático, y del otro, sus acciones para detener sus propias emisiones son débiles o insuficientes, mientras insisten en extraer o explorar por más combustibles fósiles.
Es por todo esto que debemos ser claros: estamos siendo testigos de una de las mayores muestras de incapacidad en la diplomacia internacional. Atrapados en una angustiante mezcla entre ceguera ecológica y egoísmo económico, el planeta se incendia. Las COPs pueden tener algunos méritos, pero como proceso, hasta ahora han fracasado en proteger nuestro planeta. Es hora de entenderlo para reclamar otro tipo de alternativas.
Notas
1. Los indicadores se basan en: GHG emissions of all world countries – 2025 report, European Commission, JRC Science for Policy Report, https://edgar.jrc.ec.europa.eu/report_2025
2. Indicadores en Climate Watch en www.climatewatchdata.org.
3. La intervención de D. Trump en @Rev, https://www.rev.com/transcripts/trump-speaks-at-un
*Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Documentación Información Bolivia (CEDIB), y además colabora con el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES) y el Observatorio Latino Americano de Conflictos Ambientales (OLCA). Algunas de estas ideas se compartieron en Le Monde Diplomatique de Octubre 2025 (publicado por Desde Abajo, Bogotá).












